En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron:
– «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, habla siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último, murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.»
Jesús les contestó:
– «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.»
Los saduceos no gozaban de popularidad entre las gentes de las aldeas. Eran un sector compuesto de familias ricas pertenecientes a la elite de Jerusalén, de tendencia conservadora, tanto en su manera de vivir la religión como en su política de buscar un entendimiento con el poder de Roma. No sabemos mucho más.
Lo que podemos decir es que «negaban la resurrección». La consideraban una «novedad» propia de gente ingenua. No les preocupaba la vida más allá de la muerte. A ellos les iba bien en esta vida. ¿Para qué preocuparse de más?
Un día se acercan a Jesús para ridiculizar la fe en la resurrección. La presentan en caso absolutamente irreal, fruto de su «fantasía machista». Le hablan de siete hermanos que se han ido casando sucesivamente con la misma mujer, para asegurar la continuidad del nombre, el honor y la herencia a la rama masculina de aquellas poderosas familias saduceas de Jerusalén. Es de lo único que entienden.
Jesús critica su visión de la resurrección: lo ridículo es pensar que la vida definitiva junto a Dios vaya a consistir en reproducir y prolongar la situación de esta vida y, en concreto, de esas estructuras patriarcales de las que se benefician los varones ricos.
La fe de Jesús en la otra vida no consiste en algo tan ridículo e injusto: «El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, no es un Dios de muertos sino de vivos». Jesús no puede ni imaginarse que a Dios se le vayan muriendo sus criaturas; Dios no vive por toda la eternidad rodeado de muertos. Tampoco puede imaginar que la vida junto a Dios consista en perpetuar las desigualdades, injusticias y abusos de este mundo.
Cuando se vive de manera frívola y satisfecha, disfrutando del propio bienestar y olvidando a quienes no saben lo que es vivir, es fácil pensar sólo en esta vida. Puede parecer hasta ridículo alimentar otra esperanza.
Cuando se comparte un poco el sufrimiento de las mayorías pobres, las cosas cambian: ¿qué decir de los que mueren sin haber conocido el pan, la salud ni el amor?, ¿qué decir de tantas vidas malogradas o sacrificadas injustamente? ¿Es ridículo alimentar la esperanza en Dios?
José Antonio Pagola
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