La Salud felicita a las hermanas de la Caridad de Santa Ana y a toda la plantilla del Hospital en el día que se conmemora el 242 aniversario del nacimiento de la que fue, junto al Padre Juan Bonal, fundadora de la Congregación de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, propietarias del centro sanitario.
María Ràfols es una estrella más en esa constelación de mujeres fuertes, urgidas por el amor a Dios y a sus preferidos, los más pobres y necesitados de la sociedad, que aparece y brilla en ese siglo XIX español, tan convulso y agitado por enfrentamientos y odios. Fue pionera en España de la Vida Religiosa apostólica femenina.
Catalana de origen, nace el 5 de Noviembre de 1781 y comienza su andadura el 28 de diciembre de 1804 en Zaragoza, donde llega entre un grupo de doce Hermanas y doce Hermanos de la Caridad para servir a los enfermos del Hospital de Nuestra Señora de Gracia.
Es un mundo complejo y difícil. María Ràfols, Superiora de la Hermandad femenina a sus 23 años, tiene que enfrentarse a una tarea que parece muy superior a sus fuerzas: poner orden, limpieza, respeto y, sobre todo, dedicación y cariño a aquellas personas, las más pobres y necesitadas de su tiempo.
Y lo hizo muy bien. Dicen las crónicas que “con mucha prudencia y discreción”. Los Hermanos ni pudieron superar la carrera de obstáculos y a los tres años ya habían desaparecido. Las Hermanas se quedan y aumentan en número. M. Ràfols sabe sortear los escollos con prudencia, caridad incansable, y un temple heroico que ya empieza a despuntar.
Es una mujer decidida, arriesgada, valiente. Se presenta, con algunas Hermanas, a examen de flebotomía, ante la Junta en pleno, para poder practicar la operación de la sangría, tan frecuente en la medicina de su tiempo, buscando siempre el mejor servicio al enfermo. Esto, en su época y en una mujer, era algo casi inconcebible.
Durante la Guerra de la Independencia, su caridad alcanza cotas muy altas. Entre las balas y las ruinas expone su vida para salvar a los enfermos, pide limosna para ellos y se priva de su propio alimento. Y cuando todo falta en la ciudad, se arriesga a pasar al campamento francés, para postrarse ante el Mariscal Lannes y conseguir de él, atención para los enfermos y heridos. Atiende a los prisioneros, e incluso intercede por ellos, logrando en algunos casos su libertad.
En 1813, Madre Ràfols aparece al frente de la Inclusa, con los niños huérfanos o sin hogar, los más pobres entre los pobres. Allí pasará prácticamente el resto de su vida, derrochando amor, entrega y ternura. Es el capítulo más largo de su vida, más escondido, pero sin duda el más bello. Será la madre atenta de aquellos niños por los que se desvive hasta su ancianidad.
A M. Ràfols le alcanzan también las salpicaduras de la primera guerra carlista, con un coste de dos meses de cárcel y seis años de destierro en el Hospital de Huesca, con la Hermandad fundada en 1807, semejante a la Zaragoza, a pesar de que la sentencia del juicio la declaraba inocente. La cárcel, destierro, humillación, calumnia, sufridos con paz y sin una queja, le hacen entrar de lleno en el grupo de los que Jesús llama dichosos: los perseguidos por causa de la justicia, los pacíficos, los misericordiosos. A su regreso, vuelve sencillamente a la Inclusa, con los niños que no saben de guerras ni odios, pero que intuyen el amor.
Muere el 30 de agosto de 1853, próxima a cumplir 72 años y 49 de Hermana de la Caridad. Su muerte es un reflejo de su vida: serenidad, paz, cariño y agradecimiento a las Hermanas, entrega definitiva al Amor por quien ha vivido y se ha gastado sin reservas, dejando a sus hijas la gran lección de la CARIDAD SIN FRONTERAS, en la entrega día a día. Una caridad que no muere, que no pasa jamás.