“Hay que tener en cuenta que la fiebre en sí misma no es una enfermedad sino un síntoma que puede darse en numerosos procesos. Además, en el caso de enfermedades infecciosas, la fiebre debe considerarse como una reacción de nuestro cuerpo para luchar contra la infección”, explica el jefe de Pediatría de La Salud, Leandro Picó.
Por otra parte, ni la intensidad de la fiebre ni la respuesta buena o mala a los medicamentos antitérmicos tiene una relación directa con la gravedad del proceso. Lo que nos debe alertar, no es tanto la temperatura como la presencia de signos o síntomas asociados como decaimiento, irritabilidad, erupciones cutáneas, rigidez de cuello, convulsiones, dificultad para respirar, vómitos o diarrea persistentes, disminución de la emisión de orina, etc.
En el caso de las enfermedades infecciosas, tanto los microorganismos que nos invaden como las propias células de nuestro sistema inmune (Sistema de defensa) producen unas sustancias llamadas pirógenos que actuando sobre el centro regulador de la temperatura que está en el hipotálamo (parte de nuestro cerebro) modifica nuestro “termostato”, produciéndose una elevación de la temperatura corporal.
Este aumento de la temperatura corporal tiene efectos beneficiosos, potenciando algunos aspectos de la respuesta inmune, de forma que, en parte, nos ayuda e la lucha contra la infección.
Lo que ocurre con los más pequeños, explica Leandro Picó, es que los niños tienen un sistema nervioso inmaduro que lo hace más sensible a los cambios bruscos de temperatura, de forma que estos cambios pueden desencadenar las conocidas “convulsiones febriles de la infancia”. “La gran mayoría de estas convulsiones – explica-son autolimitadas y de muy buen pronóstico. No asocian mortalidad ni secuelas neurológicas, si bien producen un estado de ansiedad en los familiares justificado por lo aparatoso del cuadro y la sensación de riesgo vital que produce”.
Estos procesos han dado lugar a la falsa creencia de que las fiebres elevadas en los niños pueden producir daños colaterales o graves secuelas neurológicas.
“Los pediatras, a veces tenemos parte de responsabilidad al potenciar esta “fiebrefobia” – admite el Dr. Picó– , sobretodo, en padres inexpertos a los que alertamos en ocasiones con demasiada vehemencia de la vigilancia de este signo en la evolución de los procesos infecciosos”.
“Es importante – añade- educar a los padres en el sentido de que la fiebre por sí misma no causa daño al niño y explicarles que puede ser difícil su descenso, sobre todo inicialmente. Ocurre muchas veces que, debido a los mecanismos de termorregulación, no es fácil bajar la fiebre en las primeras 12-24 horas, por lo que no se debería insistir en la administración continua de antitérmicos y en caso de duda, deberían llevar a los niños a Urgencias donde valorarán el estado del niño”.
La eficacia de los métodos físicos para tratar la fiebre no es clara y no parece ofrecer ventajas, por lo que su uso es controvertido.
▪ El efecto antipirético es limitado: descenso rápido pero breve y seguido de un rebote. Esto se debe a que la disminución de Tª cutánea es detectada por el termostato hipotalámico y consecuentemente éste activa mecanismos fisiológicos para “recuperar” la Tª corporal.
▪ Además de ser menos eficaces que los fármacos antipiréticos causan más molestias, con lo que la disminución de temperatura se produce a expensas de una importante incomodidad para el paciente.
Como medidas no farmacológicas:
-Es fundamental mantener una buena hidratación y una nutrición adecuada. No se debe forzar la alimentación.
– Mantener un ambiente térmico neutro o templado (18-23ºC) y ventilado (refrescar el aire ambiente).
– Retirar el exceso de ropa de vestir y de cama (desabrigar parcialmente al niño).
– Puede realizarse baño tibio con esponja (32-36ºC) y paños húmedos templados (Estas medidas no son aceptadas por todas las sociedades pediátricas)
– Prohibir rotundamente las friegas con alcohol y los baños con agua fría.
El crecimiento es quizá la característica biológica que mejor define a la infancia y por supuesto, está determinado por muchos factores. “Crecemos según un patrón determinado genéticamente y que puede modularse por factores ambientales como la nutrición y el medio ambiente y por factores hormonales”, explica el Dr. Picó.
La principal hormona que modula nuestro crecimiento es la llamada hormona del crecimiento (GH) que produce la glándula hipófisis que está en nuestro cerebro.
Algunos factores ambientales, principalmente el sueño y el ejercicio físico estimulan la producción de dicha hormona optimizando nuestro potencial genético de crecimiento.
“Se ha demostrado que la fiebre estimula la producción de hormona de crecimiento, además de que los procesos febriles aumentan el tiempo de sueño de los niños, y quizá esta sea la causa biológica de esa percepción que tradicionalmente ha hecho que nuestras sabias abuelas hayan relacionado la fiebre con el estirón”, añade Leandro Picó.
Por supuesto, la relación al contrario no tiene ningún fundamento científico, el crecimiento es un fenómeno fisiológico de la infancia que no produce fiebre.